lunes, 1 de noviembre de 2010

Yo no sé que veo en tus ojos.

- Porque eres mi corazón, y no veo nada más necesario en este mundo que tú, te llames como te llames.
La sincerdad con la que me habló inundó mi cuerpo de una sensación de felicidad indescriptible. Me tranquilizó, me sentí bien, más que bien, me sentí tan querida...
Esperó en silencio, pero yo no iba a responder, no tenía apenas palabras.
- ¿Es que no me crees? -un leve atisbo de desesperación apareció en sus ojos.
- Sí te creo, porque no hay más verdad que la que veo siempre en tus ojos.
- Yo no sé que veo en tus ojos... -posó su mano en mi mejilla y me acarició-. Demasiada belleza para saberlos describir.
Copié su gesto y acaricié sus mejillas. Él respondió agarrando con una mano mi pelo, con toda la delicadeza posible, como si fuera una muñequita de porcelana, y poco a poco, fue acercándo mis ojos hacía los suyos.
La sensación de bienestar que sentía fue aumentando. Seguí acercándome a sus labios, los atraí hacia los mios y me fundí en ellos, me uní a su cuerpo como si formara parte de él, nos acoplamos el uno al otro, como si crearamos un solo ser.
Hubiera dado lo que fuera por quedar abrazada a Rubén hasta el resto de mis días. De todos modos, ninguno de los dos iba a morir nunca, así que teníamos una eternidad por delante sin riesgo alguno de perdernos el uno al otro: al fin y al cabo, ya estabamos muertos.


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